Transcripción de un artículo del periodista Ramón Maurell López sobre el grupo de La Cuerda granadina, que fue publicado el 16 de agosto de 1919 en El Defensor de Granada en la sección de «Antiguallas granadinas». A pesar de que ha sido utilizado como referencia por algunos historiadores, creemos que hacemos aquí un servicio a futuros investigadores trayéndolo transcrito y legible por primera vez, pues hasta ahora sólo estaba accesible en algunas hemerotecas y en la edición original, con la lectura farragosa habitual en los antiguos periódicos.
Por su extensión, se publicará entre este número de Alcaicería y el siguiente.
Antes de esbozar la silueta del Diógenes andaluz, llamado por sus coetáneos el Padre Manchas, creo del caso hacer mención del lugar y circunstancias donde, sin leer memorias ni cronicones, adquirí datos interesantes sobre algunas figuras más o menos legendarias en los anales granadinos.
En 1877 me fue dado asistir a las postreras sesiones de la famosa cuerda, en Madrid, en el número 4 de la calle de la Libertad, donde vivía don José Castro y Serrano. Allí se reunían casi todas las noches los más constantes miembros del cenáculo constituido veinticinco años antes en la Alhambra, por una pléyade de ilustres genios, residentes en la ciudad morisca, agrupados en derredor de un Mecenas ruinoso y pintor de afición, conocido por don Pablo el ruso.
De aquella alegre bohemia formaban parte Fernández y González, Fernández Jiménez, Manuel del Palacio, los hermanos Riaño, Alarcón, Castro y Serrano, Mariano Vázquez, el Murciano y muchos más que brillaron en las Letras y Artes españolas.
Siendo el comentarista algo más joven, sólo recordaba, al conocerlos en Madrid, la arrogante figura de Alarcón bajando en Julio de 1854 por la Cuesta de Gomérez, con un fusilón al hombro y seguido de una muchedumbre armada, que, entre múltiples clamores, gritaba furiosa: ¡Viva la Libertad! ¡Mueran los polacos! Los polacos eran los reaccionarios de entonces, cuyos mobiliarios, así como el de la reina madre doña Cristina, había quemado el pueblo de Madrid, unos días antes, al grito de ¡mueran los ladrones!
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En los meses que precedieron a la Revolución del 54, el despotismo más feroz asolaba el país; sin formación de causa, eran llevados los hombres de bien –como en los días pasados– camino de Fernando Póo en grandes cuerdas al custodio de la Guardia civil. En una noche de aquellos tiempos, los contertulios de don Pablo el ruso entraron en el Teatro Principal de Granada, uno tras otro taconeando por el pasillo entre lunelas, sin miramiento al público, que escuchaba las primeras escenas de la función; y como protesta airada, una voz bajó de las alturas: ¡Buena cuerda! Desde entonces quedóles el apelativo; y cuantos marcharon a Madrid como los que en Granada quedaron (Afán de Ribera, Eguílaz, Salvador y otros muchos) todos se honraban de pertenecer a ella.
Llegó el momento de la bifurcación; pero antes de separarse celebraron un acto de confraternidad en el plenilunio de Agosto en el Paseo del Salón, a la una de la noche.
Reunidos en tan espléndido escenario, desplegaron una banda de papel de dos pulgadas de ancho y tan larga que llegaba de extremo a extremo. Entonces, tendiéndose boca abajo todos y pasándose un tintero de cuerno con pluma de ave, escribió cada cual sus nombres y apellidos, quedando el documento en poder del más entrado en años. No hace mucho pertenecía a los herederos del llamado Malipieri, cuyo segundo apodo Tenazas estaba relacionado con una aventura trágico novelesca, cuya protagonista fue una princesa de estirpe real de un poderoso Estado europeo.
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En aquellas reuniones se departía sobre multitud de asuntos, y, por hilación de ideas, llegó a discutirse, y no en una sola sesión, la superioridad de la corte sobre las provincias. El elocuente Ivon (Fernández Jiménez) tomaba la palabra a las nueve y nos deleitaba hasta las doce –hora en que se acababa el petróleo en la lámpara—con las originalidades de su facundia inextinguible. Uno de sus temas era la influencia del medio sobre el desarrollo de los espíritus, y al efecto, recordaba que los ingenios más conspicuos de las antigua Granada, como los Echevarría [SIC], Castañeda y el Padre Manchas –cuyas peculiaridades comentaba con deleitable gracejo—habíanse vuelto maniáticos o dementes en la lucha contra la inercia inculta del granadino ambiente. Ellos mismos, añadía, que eran unos simples bohemios en el tiempo de la juventud, habrían degenerado en locos o en tristes maníacos, de no haberse sacudido el polvo del terruño para actuar en las lides de la corte.
Luego venían las comparaciones entre Granada y Madrid, con la enumeración de las excelencias de la villa del oso y el madroño, pero recargadas a punto tal, que alzaprimaban al oyente novel, cuya pasión federalista estalló al fin como nota indiscreta y discordante, en aquel concierto de intelectuales consagrados.
Continuará…
[Continúa en La Cuerda famosa (y II)]
[Número 1 – 11 de junio de 2020 – página 4]