Reivindicación de Enriqueta Lozano

Hemos hecho la transcripción de uno de los poemas que Enriqueta Lozano (Granada 1829-1895) presentó al certamen del Círculo de la Oratoria de Granada del año 1889, dedicado a José Zorrilla como recuerdo de su coronación como Poeta Nacional. El original, manuscrito, se encuentra en el Archivo Municipal de Valladolid (Colección Casa de Zorrilla) e incluye otras composiciones de la misma autora y de Cayetano del Castillo, Francisco L. Hidalgo, Francisco Jiménez Campaña, Antonio Prieto Cifuentes, Eduardo Caro, José Lasso de la Vega, Juan Vilardell y Antonio María Afán de Rivera. Salvo error por nuestra parte, es la primera vez que se transcribe.

Sirvan esos versos de homenaje a la Patrona de Granada y como reivindicación de Enriqueta Lozano, cuya poesía fue merecedora de grandes loas en su vida y que, en cambio, tras su muerte cayó en el olvido. En 1866, treinta años antes de ésta, ya le habían publicado unas Obras completas… y nunca más se supo. Convendría que alguna de esas editoriales subvencionadas que se dedican a rebuscar entre legajos (casi siempre de autores cuyas obras están ya exentas de propiedad intelectual, asegurando con ello los beneficios) recuperara algo de su extensa y prolífica obra. Aducirán la falta de interés del público actual por la poesía mística o el drama lírico, pero eso sólo camuflará la repulsa por el carácter moralizante y tradicional de libros como La lira cristiana (1857) o El cáncer social (1876).

Reivindicamos, en fin, otro Romanticismo iliberritano. Porque no, no es suficiente con Ángel Ganivet y Pedro Antonio de Alarcón, autores cuya luminosa creación no puede cegarnos y ocultar la existencia de la otra cara. Tan opuesta, por lo demás, que la propia Enriqueta Lozano terminó su noviazgo con Pedro Antonio por entender que había una clara e irremediable incompatibilidad entre su pensamiento tradicionalista y el progresismo ateo de la contraparte sentimental. En aquella frustrada relación estaban dibujadas las guerras civiles decimonónicas.

[Publicado en el Número 7, página 4]

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Guerra carlista en Granada y la Alpujarra

El texto que hoy traemos tiene su importancia. Está escrito por un liberal, con lo que, si no hay objetividad, las exageraciones irán por el lado contrario al que nos interesa, que es el del carlismo granadino.

Antonio Pirala Criado (1824-1903), madrileño, fue secretario de la Casa Civil del rey Amadeo de Saboya, que fue demócrata como ningún otro monarca lo ha sido, y gobernador civil de varias provincias. No cabe dudar, pues, de sus ideales políticos.

Sorprenderá a algunos que en un principio (Historia de la Guerra Civil…, Tomo Primero, cap. XXV) dejaba claro que «no era Andalucía país a propósito para los carlistas», pero es evidente que había carlismo en Granada, que lo había organizado y que quizá no estaba contando a ésta en aquélla… Cuenta Pirala (ídem, Tomo Segundo, cap. XIV) que en mayo de 1836, tras la salida de Mendizábal del Gobierno, «cundió la insurrección en Granada, pero al saberse el resultado de la de Málaga, se restableció el orden».

Pero estamos en 1838. Llama la atención que en la presente exposición de rebeliones carlistas en la Alpujarra, el prelado de Guadix tuviera parte importante. No era un cualquiera y eso demuestra el profundo apoyo que tuvo el movimiento carlista entre los católicos de veras, que en Granada no eran pocos.

Sin embargo, es de destacar la reacción de las autoridades municipales ante la posibilidad de un ataque de los batallones del general Basilio García y el coronel Antonio Tallada, bajando la imagen de San Miguel a las Angustias y tremolando el pendón real en la Torre de la Vela como hiciera en 1492 el cardenal Mendoza. Protección de los sagrados símbolos sobre la ciudad. Toda guerra desangra.

De distinta índole que la rebelión de los moriscos se preparó otra en la Alpujarra, esa región que partiendo desde las eternas nieves de Sierra Nevada, la circunda en toda su extensión meridional hasta enlazarse con la Contraviesa, que empieza en otra serie de cordilleras que termina en el mar. El terreno y los habitantes se prestaban perfectamente a levantar el pendón carlista, y a emprender una lucha ruda como aquellas montañas y valiente como sus pobladores.

Solazándose estaba el capitán general de Granada, Palarea, en la posesión de Dandella, cuando recibió la primera noticia del levantamiento de los carlistas, y por enfermedad de Aranda capitán de la compañía franca de Seguridad envió al teniente don Joaquín Siman, a apagar aquel incendio. A marchas forzadas llegó diligente a Polopos, donde se hicieron fuertes sus enemigos; peleóse con tesón, y muerto su jefe don Matías de Castro y herido su segundo Arratia, que quedó prisionero, se dispersó fugitivo el resto de la fuerza, hallando en el país la protección que necesitaba su cuita, se recogieron las armas que abandonaron, un obús de campaña enterrado, y otros efectos, y se vio ahogada en su cuna aquella insurrección que habría sido imponente a no ser tan pronto reprimida (1).

Según la declaración de Arratia resultó complicado el obispo de Guadix, su secretario el señor Cedrun, don José Enríquez y Campo vecino de Granada, y otros: se detuvo al Prelado en su palacio y en la cárcel a su secretario y al joven Enríquez, que emparentado con las principales familias de la ciudad era simpático a todos: temióse por su vida y se halló medio de que se le trasladara al hospital, de donde se fugó narcotizando a los nacionales de la Guardia y vigilantes.

Pasó el proceso al juzgado de Albuñol, decidida a su favor la competencia, desempeñado entonces por don Francisco de los Ríos Rosas, y no tuvo más consecuencias notables el plan de insurreccionar la Alpujarra, que habría sido grave para la causa liberal, a la que dieron que hacer los carlistas que en la provincia de Jaén invadían los partidos de Cazorla y Segura de la Sierra, y especialmente la que capitaneó Isidro Ruiz (a) el Monjero; y en la misma Provincia de Granada no fueron insignificantes las partidas que recorrían los territorios de Baza y Huéscar, atacando a la villa de Benamaurel, cuya iglesia incendiaron; debiendo citarse la conspiración descubierta en las Albaidas, y aún la que antes descubrió por una criada, el auditor señor Andreu Dampierre, que fraguaban los presos de la cárcel de Granada, y costó la vida a nueve de ellos.

No faltaban entonces carlistas en Andalucía, y les alentaba en sus empresas la división tan profunda que introdujeran en Granada los Jovellanos, en los que estaban afiliadas personas de valer como Martínez de la Rosa, Castro y Orozco, Velluti, el marqués de Falces, duque de Gor, Cónque, Egaña y otros. Produciéndose lamentables divisiones entre moderados y exaltados, y poco cuerdo o mal aconsejado Palarea, aunque tenía fama de astuto su consejero, no dejaban de aprovecharlas los partidarios de don Carlos; conspiraban, abundaba el dinero, y sólo una persona, cuya familia aún vivía, no ha mucho, sacrificó toda su fortuna, de algunos millones adquiridos en las minas de Almería (2).

Llegaron a temer las autoridades, se adoptaron grandes precauciones y hasta bajóse en rogativa la efigie de San Miguel desde su elevado santuario a la iglesia de la Virgen de las Angustias y de aquí con dicha imagen a la catedral, ondeando el estandarte de los reyes católicos en la Torre de la Vela. Se temía que don Basilio y Tallada atacaran la Ciudad, y se apeló a la astucia para evitarlo. Encomendóse al teniente Siman marchar con la compañía franca de seguridad pública, y al llegar a Purullena pidiese al alcalde de Guadix un crecidísimo número de raciones, suponiéndose jefe de la avanzada de un ejército numeroso; y a propósito para el jovial carácter de aquel hijo de Vélez Málaga el cometido que llevaba, que comprendió perfectamente, obró y expidió comunicaciones aún al mismo capitán general de Granada, como si mandara un grande ejército, cuando sólo llevaba 30 hombres; al hacer el pedido de raciones a Guadix, a donde acababan de llegar las avanzadas carlistas pidiéndolas también, se sorprendió el alcalde, lo manifestó a los enviados de Tallada y don Basilio, creyeron estos que se había improvisado en Andalucía y reunido en Granada un numeroso ejército y levantaron el campo que ya tenían a unas tres leguas de Guadix, retrocedieron a Castril y Baeza para ser batidos por Sanz, y respiró Granada.

(1) En Granada se descubrió una fábrica de municiones de armas en uno de los sótanos de San Diego de Alcalá.

(2) Viéronse estos desgraciados en una boardilla en Madrid, por la caridad del señor Bonell y Orbe, y fue tan consecuente en su opinión el dignísimo sujeto de que tratamos, que al saber la muerte del conde de Montemolín [Carlos Luis de Borbón y Braganza, Carlos V de los carlistas], volvió a su casa despavorido y abrazándose a su lecho falleció de repente, exclamando: ¡ya no queda esperanza alguna! ¡nuestro rey ha muerto! Tan profunda convicción es grande, noble, sublime. Digno recuerdo merecía de sus correligionarios tanta virtud y heroísmo.

Antonio Pirala, Historia de la Guerra Civil y de los partidos Liberal y Carlista (Madrid, 1891), Capítulo LXXXVIII, Tomo III, pp. 198-200.

Anotaciones a la dedicatoria de ‘Granada la Bella’, de Ángel Ganivet

dedicatoria GBelal

La dedicatoria del libro se ha obviado sin justificación en algunas ediciones, aunque es un detalle nada insignificante. Ganivet, que estaba en Amberes, recibió noticia de la enfermedad de su madre el 16 de agosto de 1895, de forma que cogió un tren y llegó a Granada el 20 de agosto de 1895. La madre ya había muerto y al día siguiente Ganivet le confesó a su amigo Francisco Navarro Ledesma, Paco, el dolor profundo que sentía: «yo veo claro que se ha roto el más fuerte de los poquísimos lazos que me unen a las cosas de la tierra» (carta del 21/8/1895). Puesto que el libro lo escribió, según firma el propio autor, entre el 14 y el 27 de febrero del año siguiente, 1896, se trata de un tributo funerario a su queridísima madre.

Es necesario señalar que la dedicatoria es la primera mitad de un todo culminado con la dedicatoria de Idearium español (1897), dirigida «A don Francisco Ganivet y Morcillo, padre del autor: artista y soldado». Continuación de la serie que fue sin duda consciente e intencionada, porque tienen la misma estructura (persona, relación con el autor, cualidades), ambas se firmaron en 1896 (febrero la de la madre y octubre la del padre), ambos estaban ya muertos (el padre desde 1875 y la madre desde 1895, como se ha dicho) y están cada una en una obra que responde a las particularidades del destinatario (a la madre, «amantísima de su ciudad», le dedica la exégesis de Granada y al padre, «artista y soldado», hace lo propio con la propuesta regeneracionista de la Patria).

Del amor de Doña Ángeles por su ciudad se puede sospechar bien poco; según le contaron a su hijo y él lo retransmitió a Navarro, «la última noche empezó a tener alucinaciones, diciendo a todos que si estaban ciegos y no veían a la virgen de las Angustias que no cesaba de llamarla, y por último se quedó dormida y muerta riendo, a eso de medianoche». ¿Hay mayor muestra de amor a una ciudad que la filiación sincera y escatológica a su excelsa Patrona? Es una cuestión que Ganivet jamás percibiría como religiosa en el sentido piadoso, sino como mera proyección identitaria; en la misma Granada la bella se refirió a ese apego mariano de cualquier granadino: «Ved a ese hombre que a la puerta de un ventorrillo, al calor de una “maceta”, disparata contra Dios y los hombres, y dice no creer en la camisa que lleva puesta: es probable que al entrar en la población, al pasar por las Angustias, entre en el templo a hacerle su visita a la “abuela”. No digamos que es un majadero, porque entonces nos insultaríamos a nosotros mismos» (cap. VII).

Para reforzar la hipótesis, debo apuntar que en enero de 1896 Ganivet ya tenía terminada la novela La conquista del reino maya…, que vio la luz en abril de 1897, pero no se le ocurrió dedicarlo a ninguno de sus padres -ni a nadie, de hecho-, por mucha nostalgia que tuviera de ellos y orgulloso que estuviera de su creación. Les dedicó los que quiso, aunque uno lo acabara un mes después y el otro tardara aún nueve más.

Por otra parte, la intencionalidad de la dedicatoria es palmaria ante la irrelevancia inicial de la obra y el relativo desprecio con el que la trató. Comenzó siendo un compromiso personal que adquirió con Luis Seco de Lucena, director de El Defensor de Granada (carta del 17/2/1896), en cuyo periódico, en efecto, se publicaron sus doce artículos por separado, y al final la edición unificada no fue más que el producto de una voluntad, que bien pudo ser la de dedicar el libro, para lo cual encargó una edición privada. Ganivet le indicó a su amigo Paco Navarro haber «impreso algunos ejemplares sólo porque haya algo impreso en este rinconcito de Finlandia, donde creo que no se ha impreso jamás nada en español» (carta del 12/8/1896), a lo que añadió que «no pienso enviar ejemplares a nadie de Madrid»; y a Seco de Lucena le remitió nueve ejemplares con la advertencia de que «se trata sólo de una edición para dentro de casa y por lo mismo que es así y que no está destinada a la venta, le participo que si desea más ejemplares […] no tiene más que decírmelo» (carta del 19/8/1896).

Sabiendo lo del «capricho» de publicar en español en tierras finlandesas (algo no exento de riesgo, como es lógico, ya que «si se hace la impresión sin correcciones, al primer golpe resulta inventada una nueva lengua», según la citada carta del 13/8/1896) y, rastreando su epistolario, que es algo así como el diario íntimo de Ganivet, encontramos que no fue más que un divertimento. Ya había advertido que no pretendía que saliera una cosa «demasiado seria» (17/2/1896), aunque de hecho dudaba «que Seco los publique porque teme mucho perder una suscripción e indisponerse con nadie y yo digo cosas algo duras» (24/2/1896). Pero se publicaron y él reclamó insistente a sus hermanos que le enviaran los recortes a Helsinki, ya que él había enviado los artículos en cuartillas manuscritas y quería tener las versiones impresas definitivas; el VII, «Nuestro arte», que no le llegaba, lo pidió al menos pedir cuatro veces.

La decisión de publicarlos reunidos, en cualquier caso, la tomó alentado por su entorno, donde «algunos me aconsejan que haga un libro […]; no sé lo que haré, aunque me gusta tan poco todo lo que me sale» (27/4/1896) y «todos los amigos desean que forme con los doce artículos un libro, para que no se pierdan del todo» (4/5/1896). Y, si bien cedió a la tentación, no varió su opinión sobre el trabajo, que siguió siendo «un manojo de artículos» (6/5/1896), «el opúsculo ese» (10/9/18960), «un atado de disparates incoherentes sin clasificación posible» (19/10/1896) o un simple «folletillo» (15/4/1897).

Insisto, pues, en la tesis de que no encontró otra forma de redimir el texto que convertirlo en homenaje póstumo, fruto de la «piedad filial» -diría Melchor Almagro-, a su madre.

 

[Número 3 – 15 de julio de 2020 – página 4]

La Cuerda famosa (y II)

[Viene de La Cuerda famosa (I)]

«No es evidente -les dijo una noche que se atrevió a hablar-, no es positiva esa superioridad del centro cortesano, donde los ambiciosos de España se unen a los parásitos de la corte, para mantenerlos en el abuso del poder. La dorada riqueza del Real, del Prado y la Castellana, ha por complemento la miseria de las provincias, que envían a la capital sus mejores productos, sin recibir cosa útil en cambio. Madrid, falto de industria y de agricultura, es un villorrio comparado a Londres, París y Nueva York; tiene los vicios de estas capitales, sin tener sus virtudes. Los españoles acudimos a la corte, por destinos, los unos; por favores, los otros; por inicuas ventajas, los pudientes; por el triste mendrugo, los mendigos. Hasta los que vamos en tarea de oposiciones, llevamos por bagaje un mamotreto de conocimientos y de hechos científicos descubiertos por extraños, y con alfileres prendidos por nosotros, para salir del paso. Nuestros centros de enseñanza son escenarios de repetición memorista, donde no se emprenden trabajos nuevos, trabajos propios y de investigación, por falta de laboratorios y de sistemas, de alicientes e iniciativas. Tampoco existen en nuestra capital las grandes industrias que en otras fomentan el bienestar de todos; los trenes llegan abarrotados de los frutos de labor provinciana, y salen vacíos; todo el trabajo de los que trabajan, truécase allí en residuos de albañal, que infectan el Manzanares y después el Jarama y el Tajo. ¿Qué esperar de un pueblo que para tener agua y ópera italiana escurre los bolsillos de todos los contribuyentes españoles, y hasta de los que nada poseen, en favor del robo de Aduanas y Consumos? ¡Y, sin embargo, después de esquilmar a las provincias, no se logra tener una ciudad higiénica, ya que su mortalidad triplica la de otras urbes de tercero y cuarto orden! El Ateneo, algunas redacciones, algunos centros de enseñanza y cuatro anticuadas bibliotecas, no bastan a borrar nuestra nota de incultura en Europa. Tenemos, sí, el Museo primero del mundo, porque las Artes bellas -aún cristalizadas en la exaltación de realezas y santidades, y tal vez por eso mismo- no pudieron ser ahogadas por la Inquisición, que borró en las ciencias los apellidos españoles; pero si se busca un monumento arquitectónico en Madrid, sólo se encuentra en la Plaza de Oriente una copia brillante, pero copia al fin, de los palacios de Roma y de Florencia; lo madrileño puro es vulgar o churrigueresco».

Ni qué decir tiene que las réplicas eran formidables, hasta el apabullamiento del cantonal rebelde; pero la risa fue general éste llegó a sostener que la salvación de España estaba en la federación de las provincias, prescindiendo de Madrid, y creando una capital federal del todo nueva, como Washintgton y La Plata, donde no se reprodujeran las infecciones de la vieja monarquía.

Por último, acorralado y sin saber qué decir, el discordante exclamó: «Señores, no defiendan ustedes una ciudad ¡donde los retretes están en las cocinas!». Fue como un trueno gordo; el petróleo se había se disolvió, buscando los sombreros y abrigos en el corredor, con palmatorias y brujías.

* * *

Pocos o ninguno quedan de aquel tiempo, pero quedan las obras de muchos de ellos, desde Martín Gil, Los Monfíes y tantas creaciones imaginarias del gran Fernández y González, a la incomparable Novela del Egipto, conjunto de las correspondencias publicadas en La Época, sobre la apertura del Canal de Suez, y que fueron escritas por Castro Serrano sin salir de Madrid.

Quedan, sobre todo, los trabajos del Juvenal español el gran Manuel del Palacio, cuyos sonetos vengadores han sido y son la revancha de esa Libertad tantas veces traicionada. Él fue siempre de los buenos, de los constantes, y su gracia inimitable no decreció jamás. En sus últimos años, un ministro arrivista [sic] decretó su cesantía, y él se despidió con una quintilla escultural que sintetiza una de las grandes crisis de esta patria sin ventura:

Parece grande, y es chico
fue ministro, porque sí;
y en cuatro meses y pico,
perdió a Cuba, a Puerto Rico,
a Filipinas… y a mí.

Queden para otra ocasión los comentarios sobre el Padre Manchas.

[Número 2 – 30 de junio de 2020 – página 4]

La Cuerda famosa (I)

Transcripción de un artículo del periodista Ramón Maurell López sobre el grupo de La Cuerda granadina, que fue publicado el 16 de agosto de 1919 en El Defensor de Granada en la sección de «Antiguallas granadinas». A pesar de que ha sido utilizado como referencia por algunos historiadores, creemos que hacemos aquí un servicio a futuros investigadores trayéndolo transcrito y legible por primera vez, pues hasta ahora sólo estaba accesible en algunas hemerotecas y en la edición original, con la lectura farragosa habitual en los antiguos periódicos.

Por su extensión, se publicará entre este número de Alcaicería y el siguiente.

Antes de esbozar la silueta del Diógenes andaluz, llamado por sus coetáneos el Padre Manchas, creo del caso hacer mención del lugar y circunstancias donde, sin leer memorias ni cronicones, adquirí datos interesantes sobre algunas figuras más o menos legendarias en los anales granadinos.

En 1877 me fue dado asistir a las postreras sesiones de la famosa cuerda, en Madrid, en el número 4 de la calle de la Libertad, donde vivía don José Castro y Serrano. Allí se reunían casi todas las noches los más constantes miembros del cenáculo constituido veinticinco años antes en la Alhambra, por una pléyade de ilustres genios, residentes en la ciudad morisca, agrupados en derredor de un Mecenas ruinoso y pintor de afición, conocido por don Pablo el ruso.

De aquella alegre bohemia formaban parte Fernández y González, Fernández Jiménez, Manuel del Palacio, los hermanos Riaño, Alarcón, Castro y Serrano, Mariano Vázquez, el Murciano y muchos más que brillaron en las Letras y Artes españolas.

Siendo el comentarista algo más joven, sólo recordaba, al conocerlos en Madrid, la arrogante figura de Alarcón bajando en Julio de 1854 por la Cuesta de Gomérez, con un fusilón al hombro y seguido de una muchedumbre armada, que, entre múltiples clamores, gritaba furiosa: ¡Viva la Libertad! ¡Mueran los polacos! Los polacos eran los reaccionarios de entonces, cuyos mobiliarios, así como el de la reina madre doña Cristina, había quemado el pueblo de Madrid, unos días antes, al grito de ¡mueran los ladrones!

* * *

En los meses que precedieron a la Revolución del 54, el despotismo más feroz asolaba el país; sin formación de causa, eran llevados los hombres de bien –como en los días pasados– camino de Fernando Póo en grandes cuerdas al custodio de la Guardia civil. En una noche de aquellos tiempos, los contertulios de don Pablo el ruso entraron en el Teatro Principal de Granada, uno tras otro taconeando por el pasillo entre lunelas, sin miramiento al público, que escuchaba las primeras escenas de la función; y como protesta airada, una voz bajó de las alturas: ¡Buena cuerda! Desde entonces quedóles el apelativo; y cuantos marcharon a Madrid como los que en Granada quedaron (Afán de Ribera, Eguílaz, Salvador y otros muchos) todos se honraban de pertenecer a ella.

Llegó el momento de la bifurcación; pero antes de separarse celebraron un acto de confraternidad en el plenilunio de Agosto en el Paseo del Salón, a la una de la noche.

Reunidos en tan espléndido escenario, desplegaron una banda de papel de dos pulgadas de ancho y tan larga que llegaba de extremo a extremo. Entonces, tendiéndose boca abajo todos y pasándose un tintero de cuerno con pluma de ave, escribió cada cual sus nombres y apellidos, quedando el documento en poder del más entrado en años. No hace mucho pertenecía a los herederos del llamado Malipieri, cuyo segundo apodo Tenazas estaba relacionado con una aventura trágico novelesca, cuya protagonista fue una princesa de estirpe real de un poderoso Estado europeo.

* * *

En aquellas reuniones se departía sobre multitud de asuntos, y, por hilación de ideas, llegó a discutirse, y no en una sola sesión, la superioridad de la corte sobre las provincias. El elocuente Ivon (Fernández Jiménez) tomaba la palabra a las nueve y nos deleitaba hasta las doce –hora en que se acababa el petróleo en la lámpara—con las originalidades de su facundia inextinguible. Uno de sus temas era la influencia del medio sobre el desarrollo de los espíritus, y al efecto, recordaba que los ingenios más conspicuos de las antigua Granada, como los Echevarría [SIC], Castañeda y el Padre Manchas –cuyas peculiaridades comentaba con deleitable gracejo—habíanse vuelto maniáticos o dementes en la lucha contra la inercia inculta del granadino ambiente. Ellos mismos, añadía, que eran unos simples bohemios en el tiempo de la juventud, habrían degenerado en locos o en tristes maníacos, de no haberse sacudido el polvo del terruño para actuar en las lides de la corte.

Luego venían las comparaciones entre Granada y Madrid, con la enumeración de las excelencias de la villa del oso y el madroño, pero recargadas a punto tal, que alzaprimaban al oyente novel, cuya pasión federalista estalló al fin como nota indiscreta y discordante, en aquel concierto de intelectuales consagrados.

Continuará…

[Continúa en La Cuerda famosa (y II)]

[Número 1 – 11 de junio de 2020 – página 4]

Amós de Escalante, viajero romántico

El siglo XIX llena nuestras estanterías de los emotivos relatos y las descripciones costumbristas de Granada que hicieron cuantos extranjeros pusieron los pies en España. Al omnipresente Washington Irving se suman Henry David Inglis, Richard Ford, Owen Jones (el bueno), Théophile Gautier, Gustavo Doré, Alejandro Dumas, etcétera. Lo que es menos habitual es encontrar las palabras de un español sobre el último reino; y Amós de Escalante es uno de ellos. De su viaje aventurero por España surgió -entre otros- el libro Del Manzanares al Darro (1863), publicado bajo el pseudónimo de Juan García y hoy olvidado en algún rincón de la Biblioteca Nacional.

amos de escalanteEn aquellos años, los prejuiciosos guiris que llegaban a Granada lo hacían imaginando a las huestes nazaríes dominando aún sus calles y a los granadinos como un cruce entre el Chorrojumo y Alhamar. Desconocían, tal vez, que aquel iba disfrazado y que éste era pelirrojo. Nuestro joven montañés no llegaba a tanto, pero había leído a Irving y su visita a Granada se limitó a la Alhambra, donde quería, como él, «recorrer sus torres y galerías» y «ver las sombras que las habitan y conversar con los espíritus que las pueblan». ¡Cómo recuerda a los turistas, bien pertrechados con esa edulcorada edición de extractos de los Cuentos de la Alhambra!

A los efectos de lo que aquí tratamos, apenas son interesantes cincuenta y seis de las trescientas veintiuna páginas que tiene Del Manzanares al Darro. Al parecer, el inabarcable Menéndez Pelayo afirmó una vez que «los libros de Escalante los tengo sobre la mesa para aprender de ellos cada día». Tenía razón su paisano polígrafo, porque al desbrozar su brillante prosa se adivinan los restos de la concienzuda investigación. Donde las brumas de la incertidumbre han provocado cientos de tratados y teorías, él muestra con exactitud diáfana y casi al descuido la versión que resulta de conciliar las verdades de todos los estudios. A eso ayudó, sin duda -y no es demérito, sino lo contrario-, la amistad que trabó con quien ejerció de conservador de la Alhambra en aquellos años, el arquitecto Rafael Contreras. El único reproche que aquí se le hará a Escalante es por sospechar un arrebato de soberbia en Carlos V, por demoler los palacios de invierno para construir su molicie renacentista.

Cuando parece que los ingleses vinieron en el XIX a descubrirnos la Alhambra, reconforta ver que entonces también había españoles glosando sus lindezas: «La mano de Dios ha reunido en Granada diversos accidentes, que cada uno de ellos por sí bastaría a hacer hermosa una región de la tierra». Con razón escribió don Marcelino sobre este libro que «nadie ha hablado con tanta efusión y cariño de una tierra tan diversa de la suya».

[Número 1 – 11 de junio de 2020 – página 2]