El siglo XIX llena nuestras estanterías de los emotivos relatos y las descripciones costumbristas de Granada que hicieron cuantos extranjeros pusieron los pies en España. Al omnipresente Washington Irving se suman Henry David Inglis, Richard Ford, Owen Jones (el bueno), Théophile Gautier, Gustavo Doré, Alejandro Dumas, etcétera. Lo que es menos habitual es encontrar las palabras de un español sobre el último reino; y Amós de Escalante es uno de ellos. De su viaje aventurero por España surgió -entre otros- el libro Del Manzanares al Darro (1863), publicado bajo el pseudónimo de Juan García y hoy olvidado en algún rincón de la Biblioteca Nacional.
En aquellos años, los prejuiciosos guiris que llegaban a Granada lo hacían imaginando a las huestes nazaríes dominando aún sus calles y a los granadinos como un cruce entre el Chorrojumo y Alhamar. Desconocían, tal vez, que aquel iba disfrazado y que éste era pelirrojo. Nuestro joven montañés no llegaba a tanto, pero había leído a Irving y su visita a Granada se limitó a la Alhambra, donde quería, como él, «recorrer sus torres y galerías» y «ver las sombras que las habitan y conversar con los espíritus que las pueblan». ¡Cómo recuerda a los turistas, bien pertrechados con esa edulcorada edición de extractos de los Cuentos de la Alhambra!
A los efectos de lo que aquí tratamos, apenas son interesantes cincuenta y seis de las trescientas veintiuna páginas que tiene Del Manzanares al Darro. Al parecer, el inabarcable Menéndez Pelayo afirmó una vez que «los libros de Escalante los tengo sobre la mesa para aprender de ellos cada día». Tenía razón su paisano polígrafo, porque al desbrozar su brillante prosa se adivinan los restos de la concienzuda investigación. Donde las brumas de la incertidumbre han provocado cientos de tratados y teorías, él muestra con exactitud diáfana y casi al descuido la versión que resulta de conciliar las verdades de todos los estudios. A eso ayudó, sin duda -y no es demérito, sino lo contrario-, la amistad que trabó con quien ejerció de conservador de la Alhambra en aquellos años, el arquitecto Rafael Contreras. El único reproche que aquí se le hará a Escalante es por sospechar un arrebato de soberbia en Carlos V, por demoler los palacios de invierno para construir su molicie renacentista.
Cuando parece que los ingleses vinieron en el XIX a descubrirnos la Alhambra, reconforta ver que entonces también había españoles glosando sus lindezas: «La mano de Dios ha reunido en Granada diversos accidentes, que cada uno de ellos por sí bastaría a hacer hermosa una región de la tierra». Con razón escribió don Marcelino sobre este libro que «nadie ha hablado con tanta efusión y cariño de una tierra tan diversa de la suya».
[Número 1 – 11 de junio de 2020 – página 2]