Francisco Guerrero Vílchez

Número 9-10

Llega el día de Todos los fieles difuntos, fiesta castiza y popular en la que el españolito medio se acerca al cementerio a honrar a sus muertos, se representa en los teatros el Don Juan de Zorilla y se atiborran los niños de todas las edades con huesos de santo.

Este año, los cementerios estarán vacíos como no lo han estado ni en los peores días de las peores guerras, así que dejamos aquí unas flores literarias en el nicho de un joven periodista que murió a los ochenta y ocho años de edad. Un personaje, por cierto, que mereció el homenaje póstumo del Arzobispo de Granada, del Ministerio de Justicia, de la Asociación de la Prensa, de un puñado de periódicos patrios… pero no el de nuestros contemporáneos. Ni siquiera merece un reglón en el centenar de esbozos biográficos de nuestra admirada Viñes Millet en Figuras granadinas. ¡Ni siquiera!

Se trata, lo anuncia el título, de Francisco Guerrero Vílchez (1853-1941), que acumuló en su pechera la Cruz de la Lealtad y la Cruz de las batallas de Montejurra (1873), Somorrostro (1874) y Lácar (1875); fue nombrado Caballero de la Orden de la Legitimidad Proscrita (1924, por el rey Don Jaime) y Teniente honorario del Ejército (1938); fue Terciario franciscano y miembro fundador de la Asociación de la Prensa granadina; fundó y dirigió el semanario El Amigo del Obrero (1896-1901), dedicado a la Juventud Tradicionalista, y fundador y director del periódico La Verdad (1899-1941). Ese fue su mayor hito, la empresa a la que entregó su vida.

Aunque en la Guerra de 1936 ya tenía cumplidos los ochenta, fingió tener menos de cuarenta años para alistarse en las milicias ciudadanas (en la de Españoles Patriotas, según Ángel Puente en el obituario que le dedicó «La Gaceta del Norte») para quedarse, al menos, en la retaguardia y defender aquello a lo que había entregado cada segundo de su vida, la Tradición.

Por lo demás, inspiró la creación del Tercio de Requetés «Nuestra Señora de las Angustias», que se formó en su casa de la Vega. Aquello es el germen de la actual Cofradía de Nuestra Señora de los Dolores, que aún pasea la Cruz de San Andrés por las calles de Granada cada Semana Santa.

Hoy, sin embargo, sólo queda un rastro camuflado en la ciudad: la estatua dedicada a fray Luis de Granada -fruto de su terco empeño- que consiguió colocar en Bibrrambla y Gallego Burín trasladó a Santo Domingo.

Guerrero Vílchez sufrió cárcel, consejos de guerra y destierros, nada que lo hiciera flaquear en aquella consigna con la que encabezó La Verdad: Somos carlistas. Seguimos las doctrinas que defendió gloriosamente nuestro Carlos VII, quien tuvo el honor y la dicha de conservarnos la bandera sin una sola mancha, negándose a toda componenda para que podamos tremolarla muy alta». Y tanto.

Cuentan que una vez quiso desistir y abandonar el periódico, entendiendo que a su edad ya no estaba para tantos trotes (él, simple herrador de bestias), porque escribía, componía y repartía La Verdad, pero no se atrevió a hacerlo sin pedirle permiso a Don Jaime. Como este se negara y lo animase a continuar por el bien de la Causa, no dudó: «Señor: el periódico no morirá mientras yo viva». Y así fue.

Vaya este número de ALCAICERÍA en su memoria, como patrón de la prensa granadina que consumió cada segundo de su vida, hasta el último suspiro, por sacar adelante su periódico. Sacó el último número el mismo 29 de septiembre de 1941 en que él entregaba su alma al Altísimo y la Virgen de las Angustias, Madre misericordiosa a la que tributaba filial devoción, paseaba por la ciudad.

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Guerra carlista en Granada y la Alpujarra

El texto que hoy traemos tiene su importancia. Está escrito por un liberal, con lo que, si no hay objetividad, las exageraciones irán por el lado contrario al que nos interesa, que es el del carlismo granadino.

Antonio Pirala Criado (1824-1903), madrileño, fue secretario de la Casa Civil del rey Amadeo de Saboya, que fue demócrata como ningún otro monarca lo ha sido, y gobernador civil de varias provincias. No cabe dudar, pues, de sus ideales políticos.

Sorprenderá a algunos que en un principio (Historia de la Guerra Civil…, Tomo Primero, cap. XXV) dejaba claro que «no era Andalucía país a propósito para los carlistas», pero es evidente que había carlismo en Granada, que lo había organizado y que quizá no estaba contando a ésta en aquélla… Cuenta Pirala (ídem, Tomo Segundo, cap. XIV) que en mayo de 1836, tras la salida de Mendizábal del Gobierno, «cundió la insurrección en Granada, pero al saberse el resultado de la de Málaga, se restableció el orden».

Pero estamos en 1838. Llama la atención que en la presente exposición de rebeliones carlistas en la Alpujarra, el prelado de Guadix tuviera parte importante. No era un cualquiera y eso demuestra el profundo apoyo que tuvo el movimiento carlista entre los católicos de veras, que en Granada no eran pocos.

Sin embargo, es de destacar la reacción de las autoridades municipales ante la posibilidad de un ataque de los batallones del general Basilio García y el coronel Antonio Tallada, bajando la imagen de San Miguel a las Angustias y tremolando el pendón real en la Torre de la Vela como hiciera en 1492 el cardenal Mendoza. Protección de los sagrados símbolos sobre la ciudad. Toda guerra desangra.

De distinta índole que la rebelión de los moriscos se preparó otra en la Alpujarra, esa región que partiendo desde las eternas nieves de Sierra Nevada, la circunda en toda su extensión meridional hasta enlazarse con la Contraviesa, que empieza en otra serie de cordilleras que termina en el mar. El terreno y los habitantes se prestaban perfectamente a levantar el pendón carlista, y a emprender una lucha ruda como aquellas montañas y valiente como sus pobladores.

Solazándose estaba el capitán general de Granada, Palarea, en la posesión de Dandella, cuando recibió la primera noticia del levantamiento de los carlistas, y por enfermedad de Aranda capitán de la compañía franca de Seguridad envió al teniente don Joaquín Siman, a apagar aquel incendio. A marchas forzadas llegó diligente a Polopos, donde se hicieron fuertes sus enemigos; peleóse con tesón, y muerto su jefe don Matías de Castro y herido su segundo Arratia, que quedó prisionero, se dispersó fugitivo el resto de la fuerza, hallando en el país la protección que necesitaba su cuita, se recogieron las armas que abandonaron, un obús de campaña enterrado, y otros efectos, y se vio ahogada en su cuna aquella insurrección que habría sido imponente a no ser tan pronto reprimida (1).

Según la declaración de Arratia resultó complicado el obispo de Guadix, su secretario el señor Cedrun, don José Enríquez y Campo vecino de Granada, y otros: se detuvo al Prelado en su palacio y en la cárcel a su secretario y al joven Enríquez, que emparentado con las principales familias de la ciudad era simpático a todos: temióse por su vida y se halló medio de que se le trasladara al hospital, de donde se fugó narcotizando a los nacionales de la Guardia y vigilantes.

Pasó el proceso al juzgado de Albuñol, decidida a su favor la competencia, desempeñado entonces por don Francisco de los Ríos Rosas, y no tuvo más consecuencias notables el plan de insurreccionar la Alpujarra, que habría sido grave para la causa liberal, a la que dieron que hacer los carlistas que en la provincia de Jaén invadían los partidos de Cazorla y Segura de la Sierra, y especialmente la que capitaneó Isidro Ruiz (a) el Monjero; y en la misma Provincia de Granada no fueron insignificantes las partidas que recorrían los territorios de Baza y Huéscar, atacando a la villa de Benamaurel, cuya iglesia incendiaron; debiendo citarse la conspiración descubierta en las Albaidas, y aún la que antes descubrió por una criada, el auditor señor Andreu Dampierre, que fraguaban los presos de la cárcel de Granada, y costó la vida a nueve de ellos.

No faltaban entonces carlistas en Andalucía, y les alentaba en sus empresas la división tan profunda que introdujeran en Granada los Jovellanos, en los que estaban afiliadas personas de valer como Martínez de la Rosa, Castro y Orozco, Velluti, el marqués de Falces, duque de Gor, Cónque, Egaña y otros. Produciéndose lamentables divisiones entre moderados y exaltados, y poco cuerdo o mal aconsejado Palarea, aunque tenía fama de astuto su consejero, no dejaban de aprovecharlas los partidarios de don Carlos; conspiraban, abundaba el dinero, y sólo una persona, cuya familia aún vivía, no ha mucho, sacrificó toda su fortuna, de algunos millones adquiridos en las minas de Almería (2).

Llegaron a temer las autoridades, se adoptaron grandes precauciones y hasta bajóse en rogativa la efigie de San Miguel desde su elevado santuario a la iglesia de la Virgen de las Angustias y de aquí con dicha imagen a la catedral, ondeando el estandarte de los reyes católicos en la Torre de la Vela. Se temía que don Basilio y Tallada atacaran la Ciudad, y se apeló a la astucia para evitarlo. Encomendóse al teniente Siman marchar con la compañía franca de seguridad pública, y al llegar a Purullena pidiese al alcalde de Guadix un crecidísimo número de raciones, suponiéndose jefe de la avanzada de un ejército numeroso; y a propósito para el jovial carácter de aquel hijo de Vélez Málaga el cometido que llevaba, que comprendió perfectamente, obró y expidió comunicaciones aún al mismo capitán general de Granada, como si mandara un grande ejército, cuando sólo llevaba 30 hombres; al hacer el pedido de raciones a Guadix, a donde acababan de llegar las avanzadas carlistas pidiéndolas también, se sorprendió el alcalde, lo manifestó a los enviados de Tallada y don Basilio, creyeron estos que se había improvisado en Andalucía y reunido en Granada un numeroso ejército y levantaron el campo que ya tenían a unas tres leguas de Guadix, retrocedieron a Castril y Baeza para ser batidos por Sanz, y respiró Granada.

(1) En Granada se descubrió una fábrica de municiones de armas en uno de los sótanos de San Diego de Alcalá.

(2) Viéronse estos desgraciados en una boardilla en Madrid, por la caridad del señor Bonell y Orbe, y fue tan consecuente en su opinión el dignísimo sujeto de que tratamos, que al saber la muerte del conde de Montemolín [Carlos Luis de Borbón y Braganza, Carlos V de los carlistas], volvió a su casa despavorido y abrazándose a su lecho falleció de repente, exclamando: ¡ya no queda esperanza alguna! ¡nuestro rey ha muerto! Tan profunda convicción es grande, noble, sublime. Digno recuerdo merecía de sus correligionarios tanta virtud y heroísmo.

Antonio Pirala, Historia de la Guerra Civil y de los partidos Liberal y Carlista (Madrid, 1891), Capítulo LXXXVIII, Tomo III, pp. 198-200.